Mi madre pisó por primera vez la Costa Brava durante unas vacaciones universitarias.
Aprovechó la invitación de una compañera de estudios para abandonar temporalmente su neblinoso exilio alemán.
Corría el verano del 60 cuando se personó en el domicilio de los padres de su amiga, un lujoso piso sito en la calle Copérnico.
Como era costumbre en la época, el padre (director de la clínica Platón), los hijos mayores y parte del servicio se habían quedado en Barcelona; mientras que la madre, las hijas, los más pequeños y algunas criadas pasaban el estío en la casa que la familia tenía en La Fosca (una playa cercana a Palamós).
Uno de los hermanos se prestó a llevarla. Llegaron horas más tarde, a bordo de un 600, cruzando estrechas carreteras y sorteando barrancos.
Al acto se enamoró de esa remota zona libre de hordas de veraneantes.
Quedó prendada de su mágica luz, de sus pinedas, encinas y alcornoques centenarios y de sus playas de aguas cristalinas, jurándose a sí misma que un día fijaría su residencia en la zona.
Por aquel entonces era un remoto territorio donde se había afincado más de un ilustre visitante. Familias de la alta burguesía catalana, intelectuales y artistas, vividores o extranjeros que en muchos casos le descubrieron a la gente del lugar lo que tenían pero no valoraban.
Una de las primeras celebridades que se instaló por esos lares fue Madeleine Carroll (actriz número uno del cine británico, una de las rubias gélidas de Hitchcock, protagonista absoluta de
39 escalones, aventurera discreta y nada exhibicionista y enfermera voluntaria durante la Segunda Guerra Mundial).
Se rumorea que fue su buen amigo Woewosky, ex coronel de la guardia del zar, residente en Cap Roig, quien la atrajo por esas tierras del Empordà.
Al principio de la dictadura franquista aparecieron en escena los “Haigas” (según José María Iribarren- los nuevos ricos paletos de la posguerra española cuando iban de compras a los concesionarios: «Yo quiero el coche más grande que haiga») y construyeron sus postineros chalés gracias a la chatarra, el estraperlo y las penurias que pasaban millones de españoles.
Sonado fue el romance que vivieron a principios de la década de los cincuenta Mario Cabré y Ava Gardner durante la filmación en Tossa de Mar de
Pandora y el holandés errante, tremendo delirio kitsch.
Reconcomido por los celos se plantó en el rodaje Frank Sinatra (a punto de casarse con la actriz) dispuesto a quebrarle el alma al torero tenorio.
Con la apertura del régimen, el desarrollismo y el turismo masivo cambiaron totalmente la esencia del lugar.
Proliferaron monstruosos edificios, calles mal asfaltadas, pequeños rascacielos rodeados aún de viejas casas que no tardarían en ser vencidas y chiringuitos playeros.
Los pinos fueron sustituidos por jardines rocosos plagados de sauces llorones.
Esa es la Costa Brava que yo conocí cuando mis padres decidieron alquilar un apartamento en Playa de Aro a finales de la década de los setenta.
A pesar del despropósito, cierto destrozo paisajístico (muy distante del asesinato ecológico y especulativo de estos últimos años) y del punto chabacano, recuerdo con mucho cariño esos años de mañanas en la playa bajo sombrillas floreadas, los bares con sillas de bambú que olían a fritanga y bronceador, las carreras en bicicleta junto a los cañaverales, las tardes de paseo y helado y los domingos de pollo a l’ast y siesta prolongada.
Creo que fue en el año ochenta y dos cuando mi madre pudo hacer realidad su sueño.
Una casa propia en un montículo situado entre Sant Feliu de Guíxols y S’Agaró.
Alrededor de la vivienda no había más que unas cuantas edificaciones diseminadas aquí y allá y un discreto bloque de pisos. El resto era todo bosque. Las vistas eran magníficas. Algunos días solía pasar un cabrero con su pequeño rebaño.
Mis progenitores pactaron con otros vecinos adquirir más terreno para evitar que se construyera indiscriminadamente. Se hicieron con varias parcelas y crearon (con muchísimo esfuerzo) un idílico jardín, refugio de todo tipo de plantas, árboles, aves, erizos, ranas, conejos, ratones, gatos, insectos, peces de colores, tortugas, sapos, lagartos y alguna que otra culebra.
De pequeño detestaba que no hubiera un maldito niño con el que jugar.
Me entristecía profundamente el sepulcral silencio y el exceso de naturaleza (no sentía especial atracción por los animales y continúo siendo alérgico a casi cualquier cosa que tenga hojas).
Siendo adolescente evité por todos lo medios pisar ese remanso de paz (para un chaval poco aficionado al campo, al trino de los pajarillos, al deporte y a la vida al aire libre, tenía mucho más encanto la perniciosa y envilecida urbe).
Con los años he aprendido a disfrutar del lugar.
Desgraciadamente el entorno ya no es el mismo. Los antiguos residentes han fallecido o han vuelto a sus países de origen.
Se ha reparcelado y recalificado (con el beneplácito del ayuntamiento), han esquilmado la vegetación y construido sin ton ni son en cualquier rincón. Las panorámicas brillan por su ausencia.
Han arruinado el lugar convirtiéndolo en una mega urbanización para disfrute de auténticos majaderos que pasan el día paseando en sus furgones blindados todoterreno o sentados a la bartola pariendo estupideces delante de sus inmensas piscinas con forma de riñón.
Los parterres son totalmente yermos, alguna brizna de hierba (gracias a Dios ahora fabrican césped artificial, se acabaron los molestos bichos y las plagas), cuatro arbolitos raquíticos y un seto sintético que preserve de las miradas indiscretas y de las aviesas intenciones de los chorizos “nouvinguts” (no se nos vayan a llevar el pantallón de plasma).
Nuestra humilde morada resiste en medio de tanto caserón de hortera de bolera.
Para más inri, desde hace algunos años sufrimos el acoso de logreros, buitres de la peor calaña, que sin cita previa se presentan a cualquier hora preguntando si la casa está en venta.
Se les antoja inconcebible (supongo que nos toman por majaras) disponer de tantos metros cuadrados (maravilloso terreno edificable) y no lucrarse con ello.
No les cabe en la cabeza que alguien se aferre con todas sus fuerzas a la tierra, a un proyecto que ha creado con sus propias manos con el objetivo de disfrutarlo en vida y cedérselo a sus vástagos, y que estos a su vez lo preserven para las generaciones venideras.
La última que irrumpió sin ningún miramiento fue la vecina de enfrente, proba y catalanísima maestra de escuela (no se fíen de alguien que alecciona a la par que recibe insultos o es víctima de agresiones, y todo por un sueldo paupérrimo).
Le sorprendió sobremanera nuestra negativa a vender.
Descendiente de refugiados, nunca he tenido muy claros (me temo que no los tendré nunca) los conceptos de patria y bandera.
Mi nación es allí donde dejo el sombrero y esa casa y su jardín levantados con tanto ahínco.
Sus habitantes, mi familia y amigos.
Jamás dejará de sorprenderme como los buenos patriotas (Cataluña está plagada de ellos) venden impunemente , todo sea por el bien del país, su verdadera tierra al mejor postor.
Y todo por cuatro cochinas perras.