viernes, abril 27, 2007

El portero




Mucho se ha dicho ya sobre la relación entre el fútbol y los escritores.
No hace muchos años cualquier escritor que mentara este noble deporte jugado por pendencieros corría el peligro de ser descalificado por zoquete y políticamente no fiable, sobre todo desde las filas de la izquierda divina.
Ahora la tuerca ha cambiado e incluso los campos se han llenado de conversos (antiguos sindicalistas, mujeres y recién salidos del armario).

Sin embargo, y como escribe Juan Villoro, elegir un equipo es una forma de elegir cómo transcurren los domingos, esas tardes vacías que se llenan con los partidos radiados y que ayudan a convertir cada campeonato en una suma de afectos.
Y añade: ¿Vale la pena razonar un gusto que escapa a toda explicación?

La primera mención del balompié se da en el King Lear de Shakespeare.
Más tarde los mismos británicos perfeccionaron ese juego: el rugby era un juego para villanos jugado por caballeros y el fútbol un juego de caballeros jugado por villanos.

Con la creación en el siglo XX del Campeonato del Mundo y de la Copa de Europa este deporte se convirtió por excelencia en el preferido de las masas y empezó a crear sus mitos.
Y fueron entonces los escritores del siglo XX los que le dieron brillo a este noble arte de patear el balón.
Albert Camus, que en su Argelia natal ya jugaba en los años treinta como cancerbero, dejó dicho que cuanto de importante sabía acerca de la moral humana lo había aprendido en el fútbol.

De entre los once jugadores de un equipo se suele recordar a los delanteros (Di Stefano, Kubala, Puskas, Pelé, Cruyff, Maradona, Messi), pero la figura más entrañable es la del guardameta, el cancerbero que debe mantener la atención durante los noventa minutos para que no le hagan un roto en la portería (eso tiene de magia el fútbol y por ello no acaba de enraizar en los Estados Unidos: uno puede pasarse ochenta y nueve minutos sin ver un gol y en un par de minutos verlos a pares).
Se pasa el partido solo, lejos de sus compañeros y a merced de los cuatro desaprensivos que escupen toda su impotencia sobre el rectángulo de juego.

Rusia ha sido cuna de porteros legendarios, entre ellos Yashin, la araña negra.
Sin embargo, uno de sus porteros menos conocido fue Vladimir Nabokov, el gran novelista ruso.
De 1919 a 1922 Vladimir Nabokov y su hermano Serguei (que moriría en un campo de concentración nazi en enero de 1945) cursaron estudios de literatura en la universidad de Cambridge.
Obligada a emigrar de su país natal amenazada por el terror leninista, la familia Nabokov, demócrata y liberal, hizo un alto en Inglaterra antes de aterrizar en Berlín (donde el padre de Nabokov fue asesinado por un extremista ruso de derechas y años después su hijo enseñaría tenis a niñas alemanas).

El gran mago tenía dos pasiones: el ajedrez y el fútbol y así describe su pasión por este deporte en Habla Memoria (en traducción de Enrique Murillo):

De todos los deportes que practiqué en Cambridge, el fútbol ha seguido siendo un ventoso claro en mitad de un período notablemente confuso.
Me apasionaba jugar de portero.
En Rusia y en los países latinos, ese intrépido arte ha estado rodeado siempre de un aura de singular luminosidad.
Distante, solitario, impasible, el portero famoso es perseguido por las calles por niños en éxtasis.
Está a la misma altura que el torero y el as de la aviación en lo que se refiere a la emocionada adulación que suscita.
Su jersey, su gorra de visera, sus rodilleras, los guantes que asoman por el bolsillo trasero de sus pantalones cortos, le colocan en un lugar aparte del resto del equipo. Es el águila solitaria, el hombre misterioso, el último defensor.
Los fotógrafos, doblando reverentemente una rodilla, le sacan instantáneas cuando se lanza espectacularmente en plancha hacia un extremo de la meta para desviar con la punta de los dedos un disparo raso y veloz como un rayo, y el estadio entero ruge de aprobación mientras él permanece unos instantes tendido en el mismo lugar que ha caído, intacta aún su portería.
[...] Yo fui un portero excéntrico, pero bastante espectacular, en mis tiempos en la Universidad de Cambridge.
No acabé un ultimo partido, en 1936, porque recobré el conocimiento en el cobertizo desvanecido por un puntapié, pero todavía apretando la pelota que un compañero de equipo trataba de sacarme de entre mis brazos.


Como ha escrito Javier Marías, el aficionado al balompié recuerda su vida por los cortes que cada cuatro años presentan los Mundiales.
Incluso cada temporada supone una renovación, una nueva ilusión, la liga apagada renace como un ave fénix y todos los aficionados vuelven a poner sus esperanzas en su equipo.

Para aquel que odie este noble deporte, pero guste de leer, dos recomendaciones: Salvajes y sentimentales de Javier Marías y Dios es redondo de Juan Villoro: dos verdaderos cracks de la literatura futbolística mundial, parafraseando al culé Sergi Pàmies.

Maximilian von Czernowitz

3 comentarios:

Blogger uri ha dicho...

Gracias Ivo por glosar la mítica figura del cancerbero.
Yo mismo fuí un mas que aceptable portero...albricias por mí!


Un abrazo a lo ramallets

3:29 p. m.  
Blogger Ivo von Menzel ha dicho...

Estimado Orioles,

ruego haga usted extensible el agradecimiento a mi querido hermano Max.

Suyo es el mérito y la autoría de este artículo.

Yo soy un completo ignorante en todo lo que respecta a cuestiones balompédicas.

Un borrico, una nenaza, un profano en la materia.
De fútbol, ni pajolera idea.

Maximilan es toda una eminencia.
Recita de carrerilla hasta la última alineación del equipo más ignoto del país más remoto.

4:33 p. m.  
Anonymous Anónimo ha dicho...

Oda a Platko


Ni el mar,
que frente a ti saltaba sin poder defenderte.
Ni la lluvia. Ni el viento, que era el que más rugía.
Ni el mar, ni el viento, Platko,
rubio Platko de sangre,
guardameta en el polvo,
pararrayos.
No nadie, nadie, nadie.
Camisetas azules y blancas, sobre el aire.
Camisetas reales,
contrarias, contra ti, volando y arrastrándote.
Platko, Platko lejano,
rubio Platko tronchado,
tigre ardiente en la yerba de otro país.
¡ Tú, llave, Platko, tu llave rota,
llave áurea caída ante el pórtico áureo !
No nadie, nadie, nadie,
nadie se olvida, Platko.
Volvió su espalda al cielo.
Camisetas azules y granas flamearon,
apagadas sin viento.
El mar, vueltos los ojos,
se tumbó y nada dijo.
Sangrando en los ojales,
sangrando por ti, Platko,
por ti, sangre de Hungría,
sin tu sangre, tu impulso, tu parada, tu salto
temieron las insignias.
No nadie, Platko, nadie,
nadie se olvida.
Fue la vuelta del mar.
Fueron diez rápidas banderas
incendiadas sin freno.
Fue la vuelta del viento.
La vuelta al corazón de la esperanza.
Fue tu vuelta.
Azul heróico y grana,
mando el aire en las venas.
Alas, alas celestes y blancas,
rotas alas, combatidas, sin plumas,
escalaron la yerba.
Y el aire tuvo piernas,
tronco, brazos, cabeza.
¡ Y todo por ti, Platko,
rubio Platko de Hungría !
Y en tu honor, por tu vuelta,
porque volviste el pulso perdido a la pelea,
en el arco contrario al viento abrió una brecha.
Nadie, nadie se olvida.
El cielo, el mar, la lluvia lo recuerdan.
Las insignias.
Las doradas insignias, flores de los ojales,
cerradas, por ti abiertas.
No nadie, nadie, nadie,
nadie se olvida, Platko.
Ni el final: tu salida,
oso rubio de sangre,
desmayada bandera en hombros por el campo.
¡ Oh, Platko, Platko, Platko
tú, tan lejos de Hungría !
¿ Qué mar hubiera sido capaz de no llorarte ?
Nadie, nadie se olvida,
no, nadie, nadie, nadie.


Rafael Alberti

7:24 p. m.  

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