Cosas de críos
Hace algunos años asistí a una reunión similar.
No fue un acto nostálgico, la infancia me parece una etapa de la vida bastante obviable.
Lo que me movió fue una malsana curiosidad. Transcurridos tantos años ¿Qué habrá sido de tan angelicales criaturas? ¿Estará el personal fachoso, divorciado, canoso, desdentado, calvo, mantecoso? ¿Abusará de las sustancias ilegales la empollona de Menganita? ¿Se habrá sometido a un cambio de sexo el meapilas de Fulanito? ¿Estará entre rejas el golfo de Zulanito?
Huelga decir que todos los compañeros gozaban de un inmejorable aspecto, estaban en su sano juicio y llevaban unas vidas de lo más normalito. La cena fue de lo más distendida y todo el mundo disfrutó de la velada.
Prefiero guardar de ellos el recuerdo de esa noche que el de todos los años de niñez que compartimos.
Muchísimas personas se aferran a sus vivencias de infancia y recuerdan esa etapa como la más feliz y entrañable de su vida.
A mí, por el contrario, siempre se me ha antojado gris, sombría, plagada de miedos y sometida a los designios de tus mayores.
Desde que uno nace está predestinado a recibir órdenes, regañinas, coscorrones, tirones de oreja, gritos y prohibiciones por parte del mundo adulto, mientras que tus contemporáneos pondrán todo su empeño en robarte la merienda, escupirte, faltarle a los tuyos, romperte las gafas, denunciarte a las autoridades y molerte a palos si fuera menester.
No me malinterpreten, creo que es absolutamente necesario pasar por todo lo descrito anteriormente, forja el espíritu y el carácter.
El mundo es un sitio maravilloso que alberga incontables peligros y trampas y hay que aprender, cuanto antes mejor, a hacerles frente.
Pero no me pidan que añore mis años mozos.
Recuerdo haber sido un crío dichoso y locuaz hasta que pisé el colegio, terrible institución donde las haya, allí consiguen a base de humillación convertir en clones a todos los mocosos. Poco importan las materias que se imparten, se trata de conseguir que toda la chiquillería piense y actúe por igual. El mozalbete que cometa la osadia de pintar el cielo de color amarillo, que guste de leer demasiado o que prescinda de participar en los juegos de equipo y en todo acto tribal, será apartado de la manada, tratado de asocial y condenado al ostracismo, y en ese proceso participarán activamente profesores, si merecen ser llamados así, y alumnos.
De pequeño, y aún hoy, me chiflaban los musicales. Mientras la mayoría de niños adoraba a Maradona yo soñaba con ser Fred Astaire. Esa agilidad, esa elegancia.
A pesar de su extrema delgadez, sus ojos de batracio y de sus amplias entradas, gracias a sus sobrenaturales dotes para el baile, a su eterno frac y a sus elegantísimos trajes, el tipo se llevaba siempre de calle a las mujeres más guapas: Ginger Rogers, Paulette Goddard, Cyd Charisse, Audrey Hepburn.
Me apunté ilusionadísimo a clases de claqué. Tan alegre iniciativa se truncó sólo cruzar la puerta de la escuela de baile, todo eran niñas, ni un solo muchacho, por no haber, no había ni vestuario masculino ¿Para qué? Por aquel entonces los únicos hombres que bailaban eran algunos bailaores afeminados y los mariposones del ballet de Aplauso.
Fue un auténtico calvario, las chiquillas se burlaban constantemente de mí, mis compañeros de colegio me tacharon de nenaza, jamás pude volver a jugar al fútbol con ellos, al banquillo con la niña.
Cuan crueles pueden llegar a ser los niños, y que bien saben utilizar los mayores esa perfidia en su propio beneficio.
Recordando tiempos pasados, me vienen a la memoria tres sobrecogedoras películas que en su momento captaron con mano maestra ese mundo infantil de ogros, brujas, pesadillas y miedo a la oscuridad: “La noche del cazador”, la única película que dirigió el maravilloso actor Charles Laughton, “El cebo”, de Ladislao Vajda (aunque parezca mentira también realizó “Marcelino pan y vino”) y “Viento en las velas” de Alexander McKendrick. Realmente terroríficas.
Abomino de esos métodos educativos modernos basados en la correción política y la ñoñez, así como de la enseñanza elitista tradicional.
No creo que lo más apropiado sea convertir a alguien en un banco de datos, en un loro de repetición hipercompetitivo y deshumanizado, un futuro tiburón, un modélico ciudadano que pague religiosamente sus impuestos; de inútiles ejecutivos y products managers ya está el mundo lleno.
Me parece totalmente contraproducente esa nueva corriente que insta al niño, si se llama Manolito, a que juegue con muñequitas, a que llame señores afroamericanos a sus jugadores de baloncesto favoritos y a que no se ría cuando le digan que su mejor amigo tiene dos mamás.
María mientras puede practicar los deportes más violentos y vestir y conducirse como el más encallecido estibador de muelle. Dejando de lado si son varón o hembra, ambos pueden expresarse librementa a grito pelado, patalear y convertir la hora de la comida en una auténtica batalla campal.
Señores pedagogos, dejen que las cosas sigan su curso, no hay nada pernicioso en que Manolito disfrute pegando tiros con su ametralladora y en que María salte a la comba, con tan modernísimas enseñanzas igual corren el peligro de que se conviertan en dos cabroncetes respondones, misóginos, racistas y homofóbicos.
Los buenos modales, la educación y la cultura son imprescindibles en toda sociedad que se precie. La cultura enriquece, expande la mente y abre los ojos a otras realidades, pilar básico para la tolerancia y la más absoluta de las libertades.
La imposición pura y dura o el cerrar los ojos a los aspectos más miserables de la condición humana no llevan a ningún sitio.
Eduquemos con firmeza desde la tolerancia, despertemos curiosidades y fomentemos intereses, no coartemos iniciativas ni impongamos de una manera u otra valores caducos o cretineces libertarias.
Limitémonos a enseñar a pensar y que cada cual decida por si mismo.
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