viernes, agosto 31, 2007

No me esperen en el cielo



Esta semana no gana uno para disgustos, menudo final de agosto, la muerte no se ha tomado vacaciones.

José Luis de Vilallonga, Marqués de Castellbell, Grande de España, monárquico endémico, juancarlista, biógrafo del Rey, socialista militante, escritor fluido y elegante, columnista sagaz, gran conversador, actor aficionado, jinete consumado, melómano, viajero infatigable, fumador empedernido, aficionado a los buenos caldos, asiduo de los buenos sastres, políticamente incorrecto, hombre contradictorio, gentleman, jeta y calavera, falleció ayer en su residencia de Mallorca a la edad de 87 años.

El aristócrata, que desgraciadamente se vio obligado en sus postreros años a mantener algunos contenciosos con su última esposa y uno de sus hijos biológicos (quien en repetidas apariciones públicas tildó a su padre de alcohólico, desalmado y depravado, llegándole a acusar de haber mantenido relaciones incestuosas con un hijo adoptivo), ha muerto de asco y puro aburrimiento.

La mayoría de sus amigos dejaron esta cloaca hace tiempo, París ya no es una fiesta, se acabaron las confidencias con Fellini, los escarceos con Kim Novak, las cenas a bordo del yate de Onassis, no abundan los buenos cortadores, el tabaco está muy mal visto, no se sirven cócteles antes de las comidas, en cualquier acto social puede uno toparse con Belén Esteban, España está regida por gañanes y la zafiedad y el adocenamiento están a la orden del día.

¿Para qué seguir viviendo en semejantes condiciones?

Vilallonga vio la luz del día en el número 9 de Serrano, la calle más pija de Madrid, en casa de su abuelo materno, Vicente Cabeza de Vaca, Marqués de Portago.

Hizo su entrada en el mundo marcado por unas diferencias abismales que demuestran una vez más que los hombres no nacemos iguales, a pesar de que esa utopía tenga recalcitrantes defensores.

Antes de alcanzar el uso de razón ya respiraba a diario el aire de la derecha pura y dura.

Recibió una esmerada educación franco-anglosajona que le marcó profundamente, jamás se mostró solemne y nunca levantó la voz.

A lo largo de toda su vida se aferró a la firme convicción de que se puede ser cualquier cosa siempre que se actúe con clase, pero no se puede ser casi nada sin un mínimo de modales.

Cultivó con esmero la literatura y el periodismo, casi siempre haciendo al lector partícipe de sus andanzas, sólo hasta los niveles que se puede permitir un caballero.

Abominado y admirado a partes iguales, para unos no era más que un señorito decadente, un playboy caradura que jugaba a ser escritor, una serpiente venenosa que se ganaba el sustento aireando trapos sucios; para otros (entre los que me incluyo), fue un lúcido y mordaz cronista de una exquisita forma de vida condenada a la extinción.
Uno de los últimos representantes de un pasado excepcional.

Cuando abordó la política lo hizo para servir a la causa monárquica, y como tal militante político fue una pieza fundamental en los primeros tiempos de la Junta Democrática, se entendía a la perfección con los socialistas, entre los que militó hasta que estallaron los escándalos que él juzgó intolerables.

Su faceta de actor, oficio que siempre se tomó a pitorreo, Don José Luis se reía hasta de su sombra, le sirvió para engrosar su vestuario, correrse algunas juergas a costa de los peces gordos de los estudios y para entablar amistad con las más bellas actrices y los más notables directores de su tiempo.
Trabajó a las órdenes de Blake Edwards, Louis Malle, Fellini y Berlanga.
En Desayuno con diamantes está soberbio interpretándose a si mismo.

Se casó en repetidas ocasiones, primero con una aristócrata inglesa que podía montar a caballo durante horas sin salir nunca de las tierras de su padre, luego con una belleza franco-italiana recién divorciada de una colosal fortuna monegasca; más tarde con la hija de un criminal de guerra nazi y finalmente con una vasca especializada en autopsias televisadas de muertos ilustres.

Atildado en el vestir, la anchura de una solapa tenía para él la misma importancia que la integridad moral de la que nunca presumió, le negó una entrevista a Carrascal por las execrables corbatas que lucía.

De la vida sólo esperó que no fuera demasiado larga.
A lo que más miedo tenía era a dar con sus huesos en el paraíso.

“No quiero ir al cielo, me encontraría con toda la gente que odio en la vida y de repente estaría ahí con los Oriol, con las beatas, con los del Opus.
El infierno es mucho más apetecible, están todos los amigos, y los obispos vascos...”
.

Nobleza obliga.

2 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

Si le has oido alguna vez hablar de sus exmujeres te darás cuenta que era cualquier cosa menos un caballero como mucho un niño bien que no es ni mucho menos lo mismo.

2:21 a. m.  
Blogger titiritero ha dicho...

lúcido y singular personaje, con claroscuros sí, y quien no.
otra prueba mas de q sí q hay algo peor q hacerse viejo. hacerse muy viejo.
gran tipo este vilallonga. ya no quedan gentleman.

8:55 a. m.  

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