martes, febrero 12, 2008

Invitación a la danza



Anteayer borraron de un plumazo una esquirla de nuestra infancia.

Roy Scheider (el tipo más duro del barrio) dejó en el coche patrulla a Popeye Doyle y se largó a pescar tiburones a un barrio más tranquilo.
Su nariz rota (en más de una pelea callejera), cara afilada y marcados pómulos le relegaron a papeles de chuleta, camorrista, rufián y perdonavidas.
Totalmente alejado del estereotipo, el señor Scheider siempre hizo gala de natural simpatía, cordialidad y exquisita educación.

Como actor cinematográfico tuvo la desgracia de nacer algo tarde, su carrera despuntó a principios de los años setenta, cuando el séptimo arte estaba prácticamente muerto y enterrado (en la década de los ochenta los ejecutivos, videocliperos, iluminados, publicistas y artistillas sin oficio le dieron el tiro de gracia).

A pesar de pasarse la vida entre balaceras, a bordo de un helicóptero o persiguiendo a narcotraficantes y descomunales escualos (vas a necesitar un barco más grande), su interpretación más valiente fue la de Joe Gideon, un coreógrafo adicto al trabajo y a todo tipo de sustancias (alter ego del director de la película, Bob Fosse) en Empieza el espectáculo (All that Jazz).

Debo admitir que siento (si obviamos su pavorosa estética camp) una especial predilección por esta cinta, pues gracias a ella me reconcilié con el cine musical.

Desde muy pequeño me enganché a los musicales.
Imposible no doblegarse a semejante despliegue de alegría y optimismo.
Casi todas las películas del género (salvando dos o tres) tienen un final feliz.

Hasta el mismísimo Fred Astaire (nadie ha sabido combinar con tanto acierto e integridad unos calcetines azul celeste o rojo carmesí con traje gris y zapatos de ante), con su aspecto de batracio pelón, acaba consiguiendo que la más guapa del baile caiga rendida en sus brazos.

A muy temprana edad (tendría unos diez, once años) decidí emular a las estrellas del género.
Descartada la parte musical por flagrante ineptitud (lo que se reiría el profesor que impartía música en la escuela si supiera que llevo más de once años "cantando" en un conjunto) me decanté por el zapateo.

Por aquel entonces la danza era terreno abonado para las niñas, los barbilindos del ballet de Aplauso y los boys del Molino.
¿Qué progenitores estaban dispuestos a secundar que su hijo se convirtiera en un remedo de Tony Manero y Leroy de Fama?
Aún así recibí todo el apoyo de mis padres, quienes me animaron a que cultivara tan peculiar afición.
Ni fútbol, ni maquetismo, ni judo; al chavea le había dado por el claqué.
Recuerdo que mi señor padre me acompañó a comprar mis primeros zapatos.
Calzado que adquirí en una pequeña tienda de artículos de baile cercana al Teatro Goya (ahora debe ser un locutorio).

Como niño con zapatos nuevos (valga la redundancia) entré en la academia de baile.
El ser el único chico no me desanimó.
El que no hubiera vestuario masculino no me amilanó.
El que en el colegio se chotearan de mi pasatiempo no me desalentó.
Las constantes burlas no me amedrentaron.
Al año tiré la toalla.
Pasé algunos años sin querer saber nada de mis queridos musicales.

Hasta que un día me di de bruces con el impresionante largometraje de Bob Fosse, además de coreógrafo, soberbio bailarín y director de algunas de las películas más sobresalientes de la década de los 70 (Cabaret, Lenny y la anteriormente mencionada All that jazz).

Si un individuo bragado como Roy Scheider (boxeador, jugador de beisbol y con tres años de servicio en la Fuerza Aérea Estadounidense) no tenía reparos en lucir camisa de lentejuelas, pegar saltos y dar piruetas ¿Como podía afectarme tanto que algunos imbéciles me tacharan de sarasa porque me gustaba dar patadas en el suelo?

Desde entonces no tengo ningún tipo de reparo en admitir que me emociono y lo paso de muerte con Una cara con ángel, Siete novias para siete hermanos, Una cabaña en el cielo, En alas de la danza, Siempre hace buen tiempo, Melodías de Broadway 1955
o la imprescindible Cantando bajo la lluvia (de visión obligada en todos los centros docentes habidos y por haber).

¡Gracias mil, Roy!

¡Maricón el que no baile!

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