El Imperio del Short
¿Se preguntarán? ¿Qué tiene de particular que una pareja de turistas cruce el vestíbulo de un hotel? Nada en absoluto, faltaría, el motivo de mi asombro se debe a que ambos iban en traje de baño y poco más, muy acorde con el Sr. vestido de uniforme y tocado con gorra de plato que les abrió la puerta, y con la araña de cristal, las alfombras persas y el regio mobiliario del hall.
Supongo que en el imaginario popular norteño, Barcelona es una idílica ciudad costera de casitas encaladas donde el sol brilla todos los días del año. Los hombres van todo el día a caballo, lucen largas patillas y chaquetillas toreras, fuman como carreteros, beben mucho vino en las larguísimas comidas y después se echan a dormir la siesta bajo un cocotero. Las mujeres, morenazas y de piel dorada, gustan de llevar vestidos de algodón blanco y pañuelos de mil colores, claveles en el pelo, venden artesanía y frutas exóticas y cantan a todas horas cálidas melodías.
Hay un sinfín de puestos callejeros donde se cocina pescado en enormes parrillas, se asan corderos enteros, en los calderos borbotea la paella y de las fuentes mana sangría. Cada día se celabran corridas, "castells", bailes populares encierros y verbenas. Sólo alguna esporádica reyerta a navaja entre un marido despechado y el amante de su esposa turban la paz de este paraiso.
También es posible que a las personas que visitan la ciudad no las asesoren como es debido en sus agencias de viajes. Es de suponer que la pareja que he mencionado al principio del artículo debió pensar que la arena de la playa llegaba hasta el mismo hotel, pero eso no justifica ni disculpa que paseen a sus anchas en taparrabos.
Por desgracia cosas como esta se ven cada día en nuestra ciudad. Tipos con el torso desnudo, toalla al hombro, caminando por el casco viejo. A primera vista parecen haber sido víctimas de un chorizo que les ha despojado de todo cuanto llevaban ¿Pero entonces, qué leches pintan la toalla, el bronceador y la riñonera? Hordas de vikingos en pantaloncito corto y tocados con sombrero mexicano bajando las Ramblas, rubicundas inglesas sentadas a la mesa de los poquísimos chiringuitos que quedan en la Barceloneta sin la parte de arriba del bikini.
Barcelona se ha lloretizado, salouizado. Tomen ustedes como ejemplo la calle Ferrán, antaño una de las calles con más solera de la ciudad. Pubs irlandeses, mochileros, tiendas de souvenirs, pieles blancas víctimas del quemasol, falafels, colchonetas, chiringuitos que venden pizza en porciones, alpargatas, cadenas de hamburgueserías, establecimientos de cambio de divisas, bañadores, heladerías, menús plastificados en cinco idiomas.
Claro que la culpa no es de los turistas, la culpa es únicamente nuestra, del afán de lucro que nos caracteriza y del poco respeto que le profesamos a nuestra ciudad.
Antes distinguías perfectamente a un guiri por su indumentaria; gorrito, short, sandalias con calcetines. Hoy en día barceloneses de todas las edades y condiciones se han apuntado a la moda" fresca" ¡Arriba el frescor!
¿Llegará el día aciago en que entre uno vestido de traje y corbata en un restaurante y el maitre le sugiera que se desvista y se ponga una braga naútica y una camiseta sin mangas para no incomodar al resto de comensales?
2 comentarios:
Querido Ivo, me has hecho pensar en el cambio que ha dado la calle Ferran. Ha sido tremendo. Me acuerdo de que era más tranquila que ahora. Sin embargo, no recuerdo qué establecimientos había. No me desagrada como está. Muchas veces me distraigo yendo a pasear por esa zona de la ciudad.
Amigo Luigone,
antes era una calle mucho más "barcelonesa". Bares Pepe de esos que anuncian sus platos pintándolos en la luna del local; los de pulpo, vermú de grifo, boquerones, bocadillos fríos y calientes, café con leche, pastas...
Tiendas de ropa, la cuchillería que lleva más años que la Moños y que ahora regentan unos paquistaníes, un par de pastelerías, algún que otro colmado. Recuerdo con especial cariño aquellos sábados lejanísmos en los que la familia al completo daba un paseo por las Ramblas, cruzábamos la calle Ferrán y nos íbamos a comer al restaurante El Burrito, sito detrás de la plaza San Jaime, el local sigue allí, pero está totalmente tomado por los guiris. Para bajar la comida dábamos un paseillo, le echábamos un vistazo a la catedral y acabábamos dando buena cuenta de un suizo y una ensaimada con crema en una de las muchas granjas que había en la calle Petritxol.
Desgraciadamente, todo eso ha pasado a la historia.
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