lunes, septiembre 04, 2006

No quiero servir de merienda a una anaconda

De un tiempo a esta parte se ha impuesto la moda de viajar mirando el kilometraje, cuantos más kilómetros se recorren, más viaje parece. El personal ya no se contenta con pasar sus vacaciones en la playa o en la montaña, o aquellos que prefieren la ciudad, con viajar a destinos tradicionales como París, Londres, Roma o Praga.
No, amigos, ahora hay que ir en busca de emociones fuertes para quitarse de encima el estrés acumulado a lo largo del año y para desentumecer los riñones hechos puré después de miles de horas delante del ordenador. Antes de emprender la marcha vacúnese contra la malaria, el cólera y el denge, hágase con una sahariana, unas polainas, quinina, un cazamariposas, un salacot, dos cajas de bengalas y pastillas para potabilizar el agua.
Pero desengáñense, la aventura brilla por su ausencia.
La gente vuela miles de kilómetros para encerrarse en un hotel con playa privada rodeado de alambradas, torretas de vigilancia, reflectores y pastores alemanes para evitar que los nativos puedan importunar a tan selecta clientela. Hasta el servicio es importado, fornidos escandinavos de blanquísima piel sirviendo daiquiris en una playa caribeña, cuatro de cada seis vuelven con melanoma.
Por no hablar de ese ser abyecto que es el animador de vacaciones. Pobre del que caiga en sus manos.
Usted, de natural reflexivo, amigo de la tranquilidad, usted, cuyas aficiones en sus horas de asueto eran leer el periódico y escuchar a Mozart, usted, enemigo del ejercicio físico y de sudar, acabará metido en carreras de sacos, jugando al hulahop, bailando al ritmo de Bisbal y practicando aerobic metido en una piscina infantil. Adiós dignidad.
Otros, emulando a Lawrence de Arabia, prefieren freirse vivos cruzando el desierto a bordo de un Land Rover conducido por un auténtico bereber, quien en realidad se llama Pierre, es francés de segunda generación, y aprovecha las vacaciones para sacarse un sobresueldo. El traje de beduino, todo sea dicho, lo compró en Navidades en una tienda de disfraces de Toulouse.
El safari fotográfico también está muy de moda. No contentos con molestar a los animalicos con flashes y zumbidos de cámaras, hay que amargarles la existencia a varios Sres. de la zona, quienes para ganarse unas perras han de interpretar una danza ritual Masai en un poblado que por cuestiones migratorias lleva cuarenta años abandonado. Lo que no saben los cretinos embutidos en sus bermudas que les toman fotos, es que los esforzados bailarines estarían mucho mejor en un bar de Mombasa, vestidos a la manera occidental dando cuenta de unas cervezas bien frías.
El intercambio cultural brilla por su ausencia, nadie se empapa de la esencia del remoto país que visita. Los turistas se comportan como oocidentales prepotentes, respiran a la occidental, comen y beben a la occidental.
Y lo más destacable, salieron de su casa hablando su idioma, a lo largo de todo el viaje no hablaron más que su idioma y cuando regresaron siguieron hablando su idioma.
Confío sea esta una moda pasajera y la gente centre su atención en la vieja Europa, continente que alberga auténticas maravillas.
Y en esta bendita tierra nadie corre el riesgo de servir de pitanza a una anaconda.
Cuestión de gustos.

3 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

Que lucidez tiene ese boli bic, sensible y descarnado. Agarralo bien pues derrocha talento a raudales.

Un auténtico placer, he disfrutado un buen rato de estos brillantes artículos.

Espero más,

Estrellita de San Juan

11:51 a. m.  
Blogger Ivo von Menzel ha dicho...

Corazón en mano y postrado de rodillas
ante tan hermosas palabras.
Agarraré con la fuerza digna de un Sansón el bolígrafo, hasta el último suspiro.
Le quedo agradecidísimo.
Suyo de Ud.

Ivo von Menzel

1:53 p. m.  
Anonymous Anónimo ha dicho...

Bien! Per fi ens dónes el plaer públic de llegir-te!
Gràcies, i avanti!

Lisete.

10:17 a. m.  

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